Clarificado esto, puedo decir que dí rienda suelta a mis emociones en la lectura, y seguí paso a paso la ruta de la protagonista. Lo primero fue la sorpresa. Me parecía increíble que una mujer moderna e intelectualmente capaz pudiera, en pleno siglo XX estar tan atada a los miedos e inseguridades para mantener una relación íntima con una persona que merecía todo su amor y confianza, y que lo hubiera dejado ir por no romper con las normas de resguardo de la doncellez. Es que no lo podía creer. Pero, a reglón seguido cambié de la sorpresa a la consternación, al comprender que nuestra vida como féminas sigue llena de bárbaros tabúes en relación con el amor y la sexualidad, y que éso que ya es malo, empeora pues ese tabú es el germen de otra serie de rasgos adquiridos que se manifiestan como reflejo en la conducta femenina: como el negarse el placer, el no aceptarse como persona igual al otro, el no respetarse en sus propias tendencias y resoluciones, el ceder a la menor presión, achicándose en la contienda de competencia. Es darle vuelta la espalda a los sueños. Es enfrentar la vida desde la duda y el temor, es desconfiar de nuestros talentos y esperar la aprobación de otros para tomar decisiones personales, es no atreverse a decir claro y fuerte lo que uno quiere y no quiere, es permanecer ignorante de los reclamos de su cuerpo y sus deseos, y derivarlo a las jaquecas, a las alergias, a los insomnios y a las depresiones; es en fin, avergonzarnos de la felicidad y expiarla con la culpa.
El libro de Carmen aporta mucho, porque llama a la reflexión de cómo vivimos esta relación de género cada una y uno de nosotros. Es un estupendo recordatorio que penetra a fondo la interioridad de la mujer, desde el propio discurrir de su vida en el aquí y en el ahora. Es la evidencia clara de un mundo, que si bien avanza, debe revisar conductas aberrantes que se han naturalizado por la cotidianidad en que se realizan, y donde la única manera de cambiar es la vigilancia constante y paciente sobre nuestro propio actuar, a fin de irlo modificando por medio de nuestro propio cultivo en el ejercicio de nuestra autonomía, en la convicción de que somos excepcionales y dotadas de grandes dosis de afectividad e intuición, dueñas de una inteligencia admirable y de una rotunda convicción de que lo que pensamos, decimos y hacemos es correcto y necesario. Creo que así es posible encontrar las vías para lograr el aprecio absoluto que merecemos, y la autonomía que necesitamos para gozar la felicidad y los dones recibidos.
Lo segundo, es que la lectura de este libro despierta un encono legítimo, ya sea porque médicos arbitrarios de ayer y de hoy, ligado a pensamientos reaccionarios, impiden el acceso a anticonceptivos a las mujeres, considerándolas como objetos, como vientres destinados y/o maldecidos por Dios a la maternidad como su único y alto sino. Esta tropelía médica, y también judicial, impuesta arbitrariamente por consideraciones ideológicas, es un abuso y un atropello intolerable a los derechos de las personas sobre su cuerpo integral, y sin embargo, sigue vigente en sectores de la Iglesia y de la sociedad. Sin ir más lejos hace una semana, un pequeño grupo de manifestantes se paraba frente a los tribunales para exigir que se le permita a una joven mujer abortar un feto con malformaciones letales, esto significa que no es posible su vida al nacer. Y la mujer, con todo el dolor y el maltrato, debe seguir el proceso de gestación hasta que llegue la hora del parto, bajo la mirada cruel e inhumana de gente que impone por el avasallamiento sus ideas.
Lo otro que mueve a la ira en la lectura de este libro es el abuso cruel, la violación a mansalva que bajo la tutela de la impunidad de que fue objeto la protagonista. Lo mismo sufrieron muchas mujeres prisioneras en tiempos de la dictadura. Como testigo sobreviviente de Villa Grimaldi y de campos de prisioneros políticos, lo puedo atestiguar. Esa fue una forma de tortura que conjugaba el machismo salvaje con la crueldad extrema y la cobardía de los represores. El pecado de las víctimas mujeres fue el de “meterse en la política”. Ese era el argumento que justificaba el castigo. La mujer que andaba en eso, era una prostituta, un ser degradado al que se le podía infligir cualquier castigo, someter a tortura o a cualquiera aberración sexual. A eso se unía la amenaza a los hijos. Muchas mujeres pasaron por esos tormentos. Pero cuando ya han pasado tantos años, nos hemos dado cuenta que lo común era que nos quedáramos calladas acerca de la naturaleza de esas agresiones; las asumíamos como una forma más y genérica de tortura. ¿Por qué? Nos preguntamos cuando quisimos o pudimos abrir esos episodios. A veces fue porque el horror bloquea, porque la envergadura de esa violencia sobrepasaba la asimilación de ese hecho. A ello se unía la sensación de suciedad y de contaminación del cuerpo con esa mancha indecente por venir de quienes venía. Era una situación antihumana. Bestial. A las que teníamos pareja e hijos nos parecía algo innombrable; un baldón en nuestras vidas y tratábamos de proteger a nuestros seres queridos de ese fango de la gran humillación a la que habíamos sido expuestas. Así, el tabú también funcionaba en nosotras. De manera inconsciente, pero funcionaba. Y quedó más en evidencia cuando al salir de prisión lo primero que se hacía era denunciar y dar testimonio de los que quedaban detenidos y de los prisioneros desaparecidos que habían estado con nosotras en las diferentes prisiones. Después relatábamos los lugares secretos y las condiciones en donde estuvimos detenidas, identificábamos las fuerzas que nos custodiaban, y las torturas a que éramos sometidas. Pero en ninguna de las fichas que llenábamos había una pregunta o un casillero que mencionara la violación, y a nosotras tampoco se nos ocurría agregarla. A nadie, con una mente sana se le ocurría que se pudiera llegar a ese límite de crueldad.
Y para terminar puedo decir que el Libro de Carmen también remueve en su lectura un pedazo de la historia real de este país.
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